Todos recordamos muy bien las clases de
geografía del colegio, la
Argentina se componía del territorio continental y las Islas
Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur. Hemos coloreado estas islas en los
primeros grados del nivel primario, las hemos visto en los mapas, en los
libros, en los planos de hule que se colgaban en el pizarrón, y esta imagen estaba
ligada a una frase que nos repitieron hasta el cansancio: “Las Malvinas Son Argentinas”.
Esta afirmación la tenemos grabada en
nuestras mentes desde la infancia. Sin embargo, al crecer e indagar sobre el
tema, supimos que el litigio por la reivindicación de la soberanía territorial
sobre estos archipiélagos data de 1833, año en que el Reino Unido las tomó por
la fuerza. Los reclamos por su recuperación no cesaron por más de 150 años pero
fue el 2 de abril de 1982 cuando las tropas argentinas desembarcaron en las
islas.
El país estaba gobernado por una Junta Militar,
que asumió tras un golpe de estado, habíamos
vivido una guerra sucia que dejó un saldo de treinta mil desaparecidos, la
situación económica y social era caótica, los militares estaba desprestigiados y,
aún cuando muchos desconocían la existencia de campos de concentración y torturas, otros, miraban hacia un costado con el lema
“algo habrán hecho”, pero ante la convocatoria por “las-Malvinas-son-argentinas”,
una muchedumbre se reunió en la
Plaza de Mayo en apoyo al general Leopoldo Galtieri, que con
esta jugada –tal como había ocurrido con el mundial de fútbol- lograba distraer
la atención de los graves problemas existentes.
Tanto quienes estaban a favor de esta guerra,
como los opositores, una vez declarada se unieron en apoyo a todos los jóvenes
que partieron hacia el sur, sin tener vocación ni experiencia militar. Con una
instrucción básica otorgada por el servicio militar obligatorio, en la mayoría
de los casos, sus intereses apuntaban al inicio de una carrera universitaria, o
la necesidad de un buen trabajo para proyectar su vida futura, y/o el
esparcimiento que corresponde a su edad tal como ir a bailar, escuchar un grupo
musical o encarar una familia, pero todo esto quedó suspendido al ser convocados
para servir a su país. Desgajados de sus hogares y enviados al sur, cambiaron
ilusiones por el terror y horror que
implica una contienda de esta naturaleza.
Fueron dos meses, no más, pero dejaron un saldo de muertos y heridos innecesarios, tal
como todas las guerras han dejado desde tiempos inmemoriales.
La solidaridad de la sociedad toda se veía en
las calles. Estaban los que iban con radios portátiles pegadas a sus oídos para
tener la información de qué y cómo se desarrollaba el conflicto, las
discusiones en los lugares de trabajo, los que donaban sus joyas, las mujeres que
tejían calcetines de lana, las organizaciones de ayuda, pero esto no evitó que
muchachos muy jóvenes vivieran una pesadilla que los marcó para siempre tanto a
ellos como a sus familias y amigos.
Quién podía dudar que no por nada a Inglaterra
se la llamó “la reina de los mares”, pero el poder de la negación por un lado y
el de la esperanza por otro, unidos a la información dibujada desde el gobierno
y suministrada por los medios periodísticos, hizo que la sociedad en su
conjunto apostara por estos soldados improvisados que, en el sur, padecieron
miedo, angustia, temperaturas a las que no estaban acostumbrados y falta de los
implementos necesarios para enfrentar la batalla.
En ninguna guerra hay vencedores, todos son
vencidos. Todos pierden. Sin embargo, si analizamos la situación mundial, comprobaremos
que son muchos los pueblos que están padeciendo conflictos armados.
De nada sirven los adelantos científicos y tecnológicos
si el género humano, por las razones que sea, sigue provocando situaciones de
violencia, luchas fratricidas o intromisión bélica de países poderosos, en los
conflictos internos de otro país.
Todos los argentinos nos lamentamos y
compadecimos en aquel otoño del ‘82 del día a día que vivieron esos muchachos
en las islas, pero ellos, no sólo sufrieron en el lapso del conflicto, sino después,
cuando volvieron, por las consecuencias físicas y psíquicas que los marcaron.
Es esencial que todos conmemoremos el día 2 de
abril, recordemos la deuda que tenemos con todos los soldados que, de una forma
u otra, participaron en esta guerra innecesaria para la que no estaban
debidamente preparados pero que igual tuvieron que asumir, que recordemos la
pérdida de vidas y a los que, pese a sobrevivir, han quedado mutilados física o
mentalmente.
Hay que mantener la memoria para priorizar y
profundizar el diálogo en la solución de conflictos, evitando por todos los
medios llegar a la confrontación armada.
Jorge Luis Borges, escribió a propósito de este
tema:
JUAN LÓPEZ Y JOHN WARD
Les
tocó en suerte una época extraña.
El
planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de
lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de
agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de
demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las
guerras.
López
había nacido en la ciudad junto al río inmóvil; Ward, en las afueras de la
ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer el
Quijote.
El
otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido revelado en una aula de la
calle Viamonte.
Hubieran
sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado
famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel.
Los
enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen.
El
hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.