Justo sobre su cabeza escuchó un sonido
sibilante. No. Era más un chasquido, un
ruido seco y tajante como si una espada filosa hubiera cortado el aire. Levantó
la vista y buscó a su alrededor. Nada había cambiado en su entorno, pero esa
especie de latigazo rápido y preciso le había partido el cráneo como a una
simple sandía. Instintivamente, se llevó las manos a la cabeza. Cada una de sus
palmas chocó con algo, a derecha e izquierda, como si alguien le hubiera puesto
el sombrero de Napoleón y ella estuviera tocando sus puntas. Corrió hacia el
espejo y vio que desde el mentón hasta la nuca se abrían dos mitades que caían
a los lados. Desde su fontanela hasta la coronilla una hendidura despejaba un
triángulo por el que se podía ver todo lo que estaba detrás de ella. Sólo a la
altura de la garganta seguía unida al tronco, su testa semejaba un libro de
muchas páginas abierto en el medio. No había sangre, ni se veían partes de su
cerebro, el corte había sido tan limpio como el de un cirujano experto.
Se quedó ahí, con los ojos fijos en su
nuevo aspecto, paralizada. Una y otra
vez, iba del espejo al sofá, donde se desplomaba, quizás… esperando que el
mismo chasquido mágico que le dejara esta imagen le restituyera la otra.
Lo cierto es que el resto del cuerpo le
funcionaba, especialmente las piernas que ya no le pesaban y le permitían
desplazarse con naturalidad.
El gato sería su prueba de fuego. Le
había abierto la puerta para que hiciera sus recorridas habituales y , en
cualquier momento, volvería. La asustaba pensar cuál sería su reacción al
verla. Pero la zozobra no le duró mucho porque, en ese momento, el animal entró
al living, se detuvo frente a ella, arqueó el cuerpo hacia atrás en visible
actitud de ataque y luego se echó relajado sobre su almohadón predilecto, sin
dar ninguna importancia al cambio.
Era de noche, hasta la mañana siguiente
no tendría necesidad de retomar su vida normal. Tal vez todo se restableciera
luego de dormir unas horas.
A la mañana siguiente, todo seguía
igual, aunque, curiosamente, no se preguntó si tomaba mate o café, tampoco
escuchó las órdenes y contra-órdenes que se entremezclaban en su mente. El
diálogo cacofónico en su interior había cesado. Tranquila y sin
cuestionamientos, se dirigió a la cocina y se preparó un café. Luego decidió
que era el momento de confrontar la calle. Advirtió que su andar no pasaba
desapercibido. Los chicos la señalaban, las mujeres cuchicheaban entre ellas y,
repetidamente, la miraban. Era una situación inédita que experimentaba con
total serenidad.
Erguida y orgullosa, continuó
desplazándose, impertérrita a las miradas que tanto le preocuparan antes cuando,
ensimismada, no podía detectar si era observada o no, ya que se sentía gris y anodina
y apuraba el paso tratando de que no la vieran cuando en su interior estaba convencida de que nadie la veía.
Pero esto había cambiado. Podía fijar la
vista en los ojos de la gente, aceptar que susurraran al verla y mover su
cuerpo con gracia y armonía, saludando
con amable sonrisa.
No siempre había sido así, hubo una
época en que su cabeza estaba unida al cuello y éste a los hombros, como la de todos, como las de aquellos cuya
mirada la hacía sentir asfixiada pero
que ahora podía percibirlos desde otra perspectiva. Los veía tal como eran,
seres preocupados por escuchar sus propias voces, tal como había sido ella y,
al igual que ella antes, prisioneros de sus propias mentes. Quizás, de a ratos,
esperando el hachazo liberador.
Cuento seleccionado por el escritor Julián Kronn para integrar la antología "El lector y otros emojis" que se presentará el domingo 20 de mayo del corriente en la sede de la editorial Dunken.
Mi agradecimiento al compilador y a la editorial ya que con ésta son siete las antologías en que he sido partícipe de ROI (Recepción de obras inéditas), un servicio a los autores para difusión de sus obras en forma gratuita y con la ventaja de participar con escritores de todas las provincias así como de otros paises.
Omi Fernández