Cada vez que nace un bebé, el cielo se ilumina de golpe con una luz
que transforma a los seres que rodean ese nacimiento, modificándolos
en sus hábitos y costumbres y hasta en sus modos más arraigados de
pensamiento.
La vida es un milagro que se repite una y otra vez y tiene el
sortilegio de que jamás nos aburre, por el contrario, nos asombra y
llena de alegría, nos insufla entusiasmo, dinamismo, esperanzas y
expectativas que logran dispersar los problemas que teníamos o, por
lo menos, los empequeñecen.
El saber que ese bebé, que se ve tan vulnerable, quizá sea un
futuro presidente de la nación, o quien viaje a Marte por primera
vez, o quien descubra la cura para las enfermedades virales, o un
líder pacifista o que, simplemente, sea un hombre o mujer de familia
que se ocupa de aportar a la sociedad sus valores éticos a través
de la enseñanza a sus hijos, es la sensación que, consciente o
inconscientemente, todos tenemos al acercarnos, nos mueve a la
ternura, nos motiva a hacer cosas, saca a la luz lo mejor de nosotros
mismos, porque esa vida nueva es una invitación al amor.
En el film “Children of man”, conocida en nuestro país con el
título de “Niños del hombre” (el planteo es el de un mundo signado por la esterilidad), hay una escena en que el actor
aparece con el único bebé que ha nacido en años y, cuando se
escucha su llanto, se hace un silencio total, los soldados bajan sus
armas, quienes peleaban entre sí dejan de hacerlo, todo queda
inmovilizado ante esa vida que, en brazos, está bajando las
escaleras, la vida que se abre paso y es más importante que
cualquier otra cosa que pudiera suceder, al punto de que todo se
detiene y aparece el respeto, la maravilla que genera presenciar el
nacimiento de una vida.
Así, no por repetida menos disfrutada, la niñez es la etapa del
desarrollo humano que con mayor intensidad recorre todo el ciclo
evolutivo, en la que uno puede observar que, en algún momento, todo
lo hemos aprendido aunque no nos hayamos percatado. Aprendimos a
comer, caminar, a hablar, a cruzar la calle, a dejar el egoísmo
primitivo para hacer concesiones y relacionarnos con los demás, a
convivir en un mundo con personas diferentes a nosotros, y aún así,
llevar adelante las relaciones.
La niñez tiene la cualidad de la inocencia, la capacidad de creer
que un palo de escoba es un caballo, una toalla es la capa del zorro,
un títere tiene vida propia y que si nos tapamos los ojos, la
realidad no existe. Es la capacidad de entregarnos a que lo que
nuestra imaginación pergeña es real, es algo que a medida que
crecemos vamos olvidando paulatinamente y deberíamos hacer un
esfurerzo por recuperar, de a ratos por supuesto, pero no olvidar del
todo para seguir divirtiéndonos como cuando éramos chicos.
La niñez tiene curiosidad, hambre de conocimiento, espíritu
investigativo, ansias de aventuras, la niñez va por más, la niñez
está signada por esa frase tan presente en los artistas: “y
si....” el niño piensa “Y sai abro esta puerta qué pasa?”,
por eso, no rompe por destruir, quiere saber cómo está hecho, no
intenta estallar la pantalla de nuestro televisor nuevo, está
tratando de medir cómo patear una pelota, no nos abre los cajones ni
los placares para molestarnos, quiere saber que hay en los lugares
que no están a la vista.
La niñez tiene confianza en los que lo rodean, sean niños o
adultos, no malician, ni suponen que se les puede decir una cosa pero
se está pensando en otra, confían y confían tanto, con tal
intensidad que detectan enseguida a quienes se muestran encantadores
sólo para sacarse la foto y, por el contrario, reconocen sin dudar a
quienes se entregan a ellos por el placer de compartir y de jugar.
La niñez tiene capacidad de entrega, un chico se encuentra con otro
al que nunca había visto y lo primero que le dice es: ¿Querés ser
mi amigo? Y la respuesta del otro es invariablemente: sí, y con ese
simple encuentro sellan una amistad de por vida.
La niñez tiene imaginación, no está contaminada, los adultos en
nuestro camino al crecimiento oilvidamos que tenemos una imaginación
para desarrollar que, como con todas las posibilidades de nuestro
cuerpo, si no la usamos se atrofia, y vamos por la vida buscando
nuevas oportunidades laborales, mayores ingresos, cambiar el auto por
un modelo más nuevo, mudarnos a una casa más grande y, entre todas
esa aspiraciones, no recordamos incluir la capacidad de desplegar
áreas que no contengan objetos materiales.
La niñez tiene alegría, disfruta cada nuevo avance, se festeja a sí
misma, Cuando un bebé con sus dos manitos torpes ve que estas logran
juntarse para aplaudir, se festeja. Cuando se mantiene en el piso
sin aferrarse a ningún mueble, se festeja. Cuando logra agarrar un
objeto, se festeja. Así sigue, durante toda la infancia sintiendo
alegría cada vez que logra subir un peldaño más en la escalera del
crecimiento, algo que los adultos, lamentablemente, olvidamos.
Vivimos pensando en lo que logró el otro, el vecino, el familiar, el
compañero de trabajo, competimos con los demás cuando la mejor
competencia es la que se libra con nosotros mismos, que es la que los
niños tienen muy presente. El pensamiento de lo niños pequeños es:
“Si ayer gateaba y hoy di mis primeros pasos, entonces estoy
avanzando y ahí nomás se aplauden”, ningún niño se fija en que
el primito o la amiguita suben la escalera cuando ellos apenas se
mantienen de pie. Compiten consigo mismos, y eso los hace avanzar.
Los adultos atendemos a los niños, nos reimos de sus ocurrencias,
festejamos sus logros, y por sobre todo las cosas, los amamos y
hacemos sentir amados pero, siempre hay un pero, también tendríamos
que prestarles atención y abrirnos para permitirnos incorporar toda
la enseñanza que ellos nos pueden dar.
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