martes, 18 de diciembre de 2018

SELFIE PERDIDA ( cuento)


No me suele ocurrir. Ese día fue especial. Ya antes de desayunar había leído muchos mensajes de los grupos de whatsapp y visto imágenes que me habían enviado desde el extranjero más unos links de videos de música. Todo esto me "comió" la batería y me condicionó a que la cargara en el tomacorriente ubicado detrás de mi mesita de luz.Resultado: simple, me bañé, me vestí y me fui a desayunar siempre sin el celu. Mi primera intención fue volver a casa a buscarlo pero a esta hora en mi calle la gente detiene el auto en doble fila por los dos colegios que coinciden en el horarios de ingreso de los niños y tendría que estacionar como a cinco o seis cuadras y volver caminando, algo que no hago desde hace muchos años ni para comprar cigarrillos. Me apesadumbraba que, en la oficina, tendría que pedirle a mis compañeros que se sacaran los auriculares para escucharme porque para no interrumpir la música, si tenemos que decirnos algo nos escribimos por whatsapp. Pero, en fin, ya vería. Por el momento muchas sensaciones nuevas me invadían.

En un sentido era como estar desnuda en medio de una plaza gigantesca. Todo me sorprendía. La amplitud de las veredas de mi barrio, la calidez de la luz de la mañana y la gran cantidad de personas que, a esa hora, se mueve con rapidez ya sea llevando niños al colegio como yéndose al trabajo. Todo muy extraño.También advertí que los árboles de plátanos abrazan los bordes de las terrazas con sus ramas y hacen un entramado por el que se escabullen los rayos del sol.Que raro y que gracioso que hubiera ganado tantas cosas con las aplicaciones del celu y perdiera estas pequeñas satisfacciones que disfrutaba en mi niñez.Otro tanto me pasó con la gente. Reconocí a un par de vecinos que me saludaban con la mano, los mayores claro, los otros tenían la vista fija en la pantalla como yo habitualmente. También, pude ver a algunos comerciantes, que conozco desde hace años, reconfortándose con la brisa de octubre, algunos teléfono en mano y otros, que parecía que daban manotazos al aire saludando a clientes que ni lo veían.Entré al barcito de siempre. Ocupa una esquina en ochava con ventanales grandes hacia una y otra calle.
En un principio no reconocí la luz, era distinta.
Luego, ví a la gordita recién jubilada del cuarto piso, tomando el café con leche con medialunas de manteca y resolviendo uno de los tantos crucigramas de su revista.Del otro lado, el anciano del segundo piso tomaba café y leía uno de los muchos libros que tenía en su biblioteca. Enorme por cierto.En el resto de las mesas gente sola, en parejas o en familia, todos con la vista fija en la pantalla del teléfono.De pronto una fuerza desconocida los fué atrayendo uno a uno, con silla y todo formando un círculo. Adultos, viejos, adolescentes y hasta niños girando en una vorágine y con una velocidad que fue abriendo un hoyo en el medio. Las sillas rotaban como si esa fuerza centrípeta amenazara con lanzarlas al centro del agujero.Sólo la jubilada, el anciano y yo permanecimos en nuestras mesas, el resto fue absorbido por esa boca de volcán que los fagocitaba uno a uno.Miré mi cara en el espejo de la pared, los ojos se salían de mis órbitas. Me sentí aterrada, quedé a medio parar entre la silla y la mesa. Mis brazos se extendían uno sobre el ventanal de la izquierda y otro sobre la pared revestida en madera de la derecha, paralizada-
Sin poder de reacción frente a ese espectáculo inusual, quedé anonadada.

Lástima que no tenía el celular, me hubiera sacado una selfie.


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